La revancha necesaria y brutal, la claridad de las imágenes y aun el tamaño de sus obras, contrasta con la suavidad de sus palabras. El cariño con que habla de Romina, Gonzalo, de Brian, de Carla, de Ximena, todos artistas plásticos, desarma la imagen de este hombre tatuado y de una seriedad que parece inexpugnable. No es posible saber hasta dónde va Gerardo Montes de Oca para encontrar una respuesta. Quizá viaje sin timón hasta la casa familiar de Quilmes con un papá que tocaba el acordeón a piano, o su llegada a un lugar desconocido como la Isla Maciel a donde arribó solo porque “tenía un hijo chiquito y necesitaba laburar” y que acabaría siendo, quizá, el maravillado destino de su vida.

Para llegar hasta este momento en el museo de la Isla Maciel, que también es un taller permanente de arte y tantas otras cosas, transitó, como todos, por casi todo: una escuela de cine, repositor de supermercado, estudios de batería. Pero siempre dibujando. Solo se interrumpió cuando le dijo basta a su cuestión de adicciones y entró a tratamiento. Saliendo de allí, recuperado, supo que el arte era lo que quería hacer, pero “decidí que tenía que estudiar. Que no me alcanzaba con ser autodidacta, aprender a los ponchazos. Necesitaba guía y herramientas que me permitieran crecer. Entonces me anoté en la Escuela de Bellas Artes de Quilmes y ahí me recibí de profesor”.

Mientras caminamos la exposición y el museo, no habla de él ni de su obra. Lo entusiasman otras cosas, como que el lugar tiene una habitación con camas “para los que vienen de lejos a estudiar o a trabajar. Nos gusta tener un lugar lindo para recibirlos. Que puedan estar tranquilos. Para la gente del arte viajar es caro y entonces aquí pueden venir, trabajar, estudiar, estar”. El proyecto “Pintó la Isla” es de abrazar.

Cuando completó los estudios, y ya recibido de profesor, necesitaba trabajar, entonces le asignaron un lugar: la Isla Maciel, “de la que no sabía nada, ni donde quedaba. La que me preguntó si quería, cuando le dije que sí me repregunto si sabía a dónde iba, y le dije que no, pero no importaba, necesitaba laburar”. Gerardo tenía las referencias populares: barrio complicado, delincuencial, con putas, tiros, cuchilladas y todo el cuento, “y resulta que me encontré con un barrio de gente muy linda. ¿complicado? Si, un poco, también porque la situación nunca ayudó. Pero hasta hoy que la cosa empeoró tanto, es un barrio solidario de gente cariñosa”.

El asunto fue que en cuanto llegó, en el año 2014, arrancó con el proyecto “Pintó la Isla”. Y entonces los vecinos comenzaron a amanecer en unas cuadras cuyos muros llenos de colores fueron y son obras de arte. El muralismo se apoderó de las calles como un bello e inesperado ejercicio de memoria con tonos de fantasía y “así los vecinos se fueron acercando y los que quieren vienen a aprender, lo que son dos sorpresas, que vengan y que yo haya descubierto lo que me gusta enseñar. Me fascina enseñar, estar, ver esas evoluciones”. Y entonces a los cincuenta años de su edad, la emoción vuelve desde aquel asombro sin más orígenes que el de haberse descubierto un día, enseñando, lápiz en mano. La voz de quiebra y el momento pide otro mate.

En el taller Ximena prepara un curso de stencil para el piberío del barrio, Brian acomoda su enormes telas ya terminadas y Romina, con una sonrisa que todo lo abarca, explica el proyecto de turismo comunitario: “acá vienen de todos lados. De Argentina y de Europa también. Es una forma de turismo distinto. Esto no es Caminito ni el obelisco ni Puerto Madero. Es un paseo por el barrio, por los lugares históricos, por los vecinos que cuentan historias cuando están y quieren, y por nuestra comida isleña, donde hay de todo y se come donde comemos nosotros, en el comedor, después de visitar la galería de arte”.

Las paredes de Pintó la Isla son testigos de pruebas de colores, de afiches y pegatinas, de ideas y bocetos hechos en la emergencia de guardar la idea, de ver como queda, de entender la claridad espacial en lo formal de una cosa imaginada. El rigor creativo está presente en cada rincón de esas paredes donde el visitante no avisado ve apenas un marasmo de formas, papeles y tonalidades.

No es lo mismo imaginarse la Isla Maciel que ir a verla con sus colores de domingo y sus paredes llenas de unas artes que provocan envidia.

Gerardo se sienta. Nos sentamos a hablar en el taller entre caballetes y mesas y latas y rollos de papel y telas, que huele exactamente a taller de pintura. Me pasa el mate. Recuerda de nuevo al momento en que se fundó a si mismo contándome que “la verdad es que llegué acá con algunas dudas, pero también con muchas ganas. Y me encontré con una comunidad educativa alucinante, hoy amigos. Bueno, Carla que también trabaja acá en el museo, que en ese momento era la directora, hoy es una amiga. Y con un montón de ganas de hacer cosas, esas ganas también de que mi obra quizá, o que mis inquietudes puedan trascender a partir de un aula también”.

Los prejuicios sobre la Isla Maciel pasaron varias veces por la charla con el profe Gerardo, pero se las sacude, como se sacude cualquier pretensión de ser un salva juventudes: “no podría asumir ese rol, ni pensarlo para mí porque sería una medalla que no me corresponde. Acá es día por día, así es desde hace más de diez años, y no es poco. Acá se pintaron mas de novecientos murales en todo el barrio, viene gente de todo el mundo, es un esfuerzo maravilloso y de verdad comunitario” y entonces suspira y me invita a mirar, no su exposición que está instalada, sino a observar atentamente las paredes, llenas de ideas, bocetos, pegatinas que fueron contando sobre las paredes -y para siempre- esta magia porfiada y amante de crear en la Isla Maciel.